miércoles, 26 de marzo de 2014

San Telmo Oculto



Querida comunidad de BAO:
Como antesala al Safari Audiovisual a desarrollarse el sábado 29 de marzo, por el pintoresco y siempre repleto de sorpresas barrio porteño de San Telmo, decidimos compartir con ustedes una serie de lugares no tan comunes que, creemos, los ayudarán a ir entrando en clima con nuestra propuesta.  ¡Esperamos sus comentarios!

El Zanjón:
La puerta principal no deja lugar a sospechas. Sin siquiera un cartel indicador, el frente despojado del edificio de dos plantas de la calle Defensa apenas resulta uno más entre las fachadas recicladas de San Telmo. El panorama gana en matices y misterios puertas adentro, en cada rincón del complejo El Zanjón de Granados.  Detrás de la puerta de hierro se esconde el apasionante relato de más de tres siglos de historia de Buenos Aires, rescatado en 1985 por un visionario vecino de San Telmo. Cuando adquirió la propiedad, apostaba a que el casco histórico algún día fuese valorado por su riqueza patrimonial. Finalmente el tiempo le dio la razón.

Sin proponérselo, tras remover 4 metros de escombros más de cuatro siglos más tarde, el actual propietario se dio de lleno con un invalorable tesoro arqueológico: la casa está asentada sobre 1.500 metros cuadrados de túneles del arroyo olvidado después de su entubamiento, en 1860.
Visitar el Zanjón nos permite cuestionar los alcances, tanto a nivel privado como público, en cuanto a las acciones que se pueden encarar a favor de la conservación. Actualmente el  Zanjón y sus túneles sirven como salas de exposición y de eventos. Al comenzar la limpieza del terreno, su propietario, se encontró con túneles, cimientos, pisos y tanques cisterna de antiguos aljibes y otros artículos que pertenecían a una antigua Buenos Aires. Muchos de los utensilios encontrados en El Zanjón hoy expuestos en sus salas datan del 1700, como ladrillos antiguos, pipas, recipientes, pedazos de azulejos, cepillos, frascos, etc.
En su restauración se buscó una conciliación entre el pasado y el presente y para ello se adoptó un criterio de acción que fuese acorde con la lectura que intentaban dar de los trabajos de restauración. Pero lo más interesante de El Zanjón son, acaso, sus túneles. Se cree que a través de ellos se podía llegar hasta la 9 de Julio. En la actualidad, los que alberga El Zanjón siguen estando comunicados con los terrenos linderos.
 
Para más información: http://www.elzanjon.com.ar/
 



 

La Casa Mínima:
Se trata de una estrecha vivienda ubicada entre las calles Balcarce y Defensa, en el Pasaje San Lorenzo, al 380. Es la casa más angosta de Buenos Aires. Muchos la conocen también como la "casa del liberto”. Según cuenta la leyenda, perteneció en realidad a un ex esclavo liberto quien fue liberado al proclamarse la ley de la libertad de vientres en 1813. Su ex amo le habría otorgado un pequeño lugar en donde vivir, y ese sería el origen de la casa “mínima”.
Sin embargo, parece ser que la verdadera historia es bien distinta y mucho más prosaica: la casa, si bien es de principios del siglo XIX , no es más que un espacio residual de la edificación que perteneció a un tal Dr. José María Peña, quien fue subdividiendo la propiedad, quedando este espacio que se transformó en una pequeña, "mínima”, casa.
Mide sólo 2,5 metros de frente y  tiene 13 metros de profundidad. Sobre su fachada sobresale una puertita de madera pintada de verde con una tranca de hierro, mientras que por encima asoma un balcón con barrotes verticales de hierro, desde donde se esconde una ventana de dos hojas simétricas. El revoque descascarado revela en algunos sectores el alma de ladrillos de su construcción original.
Alrededor de 1960, la casa fue comprada por un tal Silvio Bassi, quien devino en anticuario, y en el principal propagador del mito de la "casa del esclavo liberto", transformando así el lugar en un sitio de visita obligada para todos los turistas atraídos hasta allí por la fama de la casa y por la información errónea que transmitían los guías de turismo de la ciudad.
 
 
 
 

La Puerta Roja:
Ubicado en la calle Chacabuco 733, este bar llama la atención por su falta de exhibicionismo. La puerta de entrada, discreta, se abre una vez que se toca el timbre, a la manera de los "speakeasy”, los bares clandestinos de la época de la Ley Seca (años 20) en los EEUU.
Sin brillos, se trata de una propuesta simple, esencial, despojada de artificios, que se transmite exclusivamente por el boca a boca.
¿Clientes? Extranjeros mezclados con porteños y algunos visitantes de otros barrios. Algunos llegan temprano, otros siguen llegando hasta bien entrada la madrugada. Subiendo una escalera se accede a la barra. No es necesario pedir la carta: una gran pizarra tiene la lista de opciones.
El espacio está dividido en tres partes: una sala con mesa de pool, la otra con dos mesas circulares con sillones, y la tercera corresponde a la sección barra, a la que se suman mesas bajas con banquetas y sillones. Están avisados: tocar y entrar es la forma de acceso. Solo hay que esperar que abran la puerta.
Para más información: http://www.lapuertaroja.com.ar/
 
 
 

martes, 25 de marzo de 2014

Si yo tuviera alas: Balada de un hombre común





Por Raoul Duke

La principal sala de cine del Gaumont estaba atestada, de viejos. Yo me encontraba entre ellos por pura casualidad o instinto. Minutos antes del comienzo de la función, una señora mayor que merodeaba afuera me había obsequiado una entrada sobrante sin motivo alguno. Por lo nerviosa que se la veía, deduje que algo malo le había sucedido al dueño de mi ticket. Me quedé observándola unos segundos. Luego le agradecí tímidamente y entré.
Una vez instalado en uno de los asientos de la parte trasera (el resto se encontraban “reservados”, me hicieron entender prontamente mis acompañantes) me dispuse a echar un vistazo a mi alrededor. Todo me parecía espectacular, desde el tamaño monumental de la pantalla hasta los candelabros luminosos gigantes que me observaban con arrogancia. Sin embargo, en un instante, todo ese deslumbramiento quedó hecho añicos. En medio de mi recorrido visual, gire la cabeza hacia mi izquierda -el asiento lindante al pasillo- y lo vi: un hombre de unos setenta años sacaba, de entre una enorme bolsa plástica blanca, un sándwich de milanesa de proporciones épicas que inmediatamente comenzó a devorar con ganas. Acto seguido, otra vez hurgando en la bolsa, extrajo una botella abierta de Michel Torino etiqueta roja, cuyo pico llevó a su boca con total soltura y necesidad. Silenciosamente lo aplaudí -dejando de lado mi sorpresa- y mire para otro lado, ávido de más sorpresas. Bastó un parpadeo para que la frutilla del postre a esa antesala extravagante e inolvidable asomara ante mis ojos. Metido entre la muchedumbre, un presentador elegantemente vestido y de cálida y resonante voz, comenzó a anunciar la película  (con bastón y sombrero entre sus manos) haciendo gala de un histrionismo y fraseo cuasi fellinescos que entonaron el ambiente. Luego las luces se apagaron, como por acto de magia. Estaba listo.
La última producción de los hermanos Coen -Inside Llewyn Davis: Balada de un hombre común- es una película que vale la pena ver, sobre todo a partir del trabajo magistral de su protagonista, Oscar Isaac. El eje narrativo gira en torno a un cantante ficticio de folk de unos veintitantos años que deambula por las calles nevadas de una ya irrecuperable Nueva York de principios de los años sesenta día y noche intentando por un lado convertirse en alguien, y por el otro sobrevivir.

El tipo tiene talento, algo que queda claro en cuanto lo vemos subir por primera vez al escenario del Gaslight Café (tugurio de la zona bohemia de la ciudad en donde un también desconocido Bob Dylan hizo sus primeras presentaciones) para interpretar, de manera hipnótica, una de sus canciones (“Si yo tuviera alas”). Otra cosa que queda clara de movida, es que no tiene un cobre. Duerme en donde puede y no cuenta con mucho más encima que su guitarra. Acostumbrado a los golpes de la vida, y otro tanto al fracaso y la mala fortuna, va contraponiendo la adversidad con cinismo e improperios. Un gato que se escapa junto a él del lugar en el que circunstancialmente había pasado la noche, se convierte a la vez en compañía y símbolo de su soledad.

 

Su hermana mayor (madre y ama de casa) le sugiere, ante el evidente pedido de dinero que Llewyn le hace, volver a la Marina, donde su padre había estado la mayor parte de su vida. Él se niega, objetándole que no quiere simplemente “existir”. Luego de esa tajante desaprobación a la que considera una vida mediocre y abúlica, se desencadenan en seguidilla todo tipo de infortunios que lo ponen contra la pared, otra vez. Ya desahuciado, parte hacia Chicago junto a un joven beatnik de dudosa confianza y un gordo adicto músico de jazz, quien resulta hiriente e insoportable como todo lo que él intenta dejar atrás. Pero no hay caso; la travesía queda trunca a mitad de camino. Así y todo, Llewyn se las arregla para llegar a Chicago, no sin antes pasar frio y hambre. Su intención es intentar el milagro con el magnate de la música Bud Grossman. De ese intercambio clarividente entre ambos nace una de las escenas más lograda de la película.
Lo mejorcito de "Inside..." radica en el relato circular, redundante y por momentos agobiante, mediante el cual se logra espesar la atmósfera de melancolía creada en torno a su protagonista, generando en el espectador un arrastre ante la agonía y el desencanto que experimenta. Pero de esa dudosa empatía también brotan preguntas. ¿No es temerosa la identificación con un ser tan predispuesto a la derrota y la desilusión? ¿Vale la pena? ¿No podría llegar hasta ser contagioso? A falta de certezas prefiero quedarme con mis impresiones, y la impresión que deja en mi Llewyn Davis, es la de un tipo piola, consecuente consigo mismo aunque incapaz de hacer pie en el mundo real. En fin, una especie de misántropo patológico cínico y burlón. Un Chaplin de closet.
Cuando empezaba a sentir que quizá ya había tenido suficiente de las peripecias del señor Davis, la película llegó abruptamente a su fin. Las luces se encendieron y el hombre del vino a mi lado levantó campamento a toda velocidad, ya con la botella vacía. Mientras tanto, el aplauso tibio y artrítico de mis acompañantes se dispersaba tenuemente al compás de la voz de Llewyn Davis que resonaba en toda la sala. Aquella indiferencia, mayúscula aunque apropiada, fue la que me condujo a mi pregunta final. ¿No sería el objetivo de los realizadores simplemente ese: exhibir un hombre invisible, de alas rotas?
 

 

Stanley Kubrick y la Fotografía (1ra parte)





Por Vizzor.

El director de films como Senderos de Gloria (1957), Odisea en el Espacio (1968) y La Naranja Mecánica (1971) dio sus primeros pasos -antes de ser cineasta- como fotógrafo. Nacido el 26 de Julio de 1928 en Manhattan, Nueva York, el joven Stanley fue un devoto de la lectura, un apasionado del ajedrez y la estrategia (temas recurrentes dentro de su obra) aunque aún no había descubierto el arte por el cuál se lo reconocería a nivel mundial. Al cumplir sus trece años, su padre decide regalarle su primera cámara fotográfica, cambiando irrevocablemente su destino así como la historia del cine. 

Su primera cámara fue una Graflex (una Speed Graphic) y fueron producidas a partir del año 1912, extendiendo su producción hasta comienzos de los 70s. Popularmente está considerada la típica cámara que usaba la prensa especializada, especialmente el reportero fotográfico Arthur Fellig a quién el joven Stanley admiraba profundamente. Un  vecino de su edad, Marvin Traub, quién poseía un laboratorio fotográfico en su casa, le enseño como manipular las fotografías a partir del uso de sustancias químicas. Al pasar los años, totalmente determinado por seguir su pasión, ingresa en el instituto William Howard Taft donde comienza participando en el grupo de fotografía, cubriendo eventos, y aprovechando para analizar todo tipo de films tratando de averiguar cómo habían sido filmadas (una graciosa anécdota cuenta que Kubrick evadía los momentos de diálogo en pantalla, prestando atención solamente a las imágenes narradas cuando no tenía lugar la palabra).
Contando con poca experiencia, pero siguiendo un gran afán por realizarse y aprender más, Kubrick descubre la calle, transita la ciudad en busca de una mirada personal. En 1945, mientras los diarios anunciaban la muerte del presidente Franklin Roosevelt, Stanley capta la imagen de un vendedor en su puesto de diarios abatido por la noticia, este hecho lograría que la revista Look lo contratase a pesar de tener solamente 16 años. Relacionándose con expertos y profesionales comienza a desarrollar una gran sensibilidad en cuanto a la composición, la atmósfera, y la luz.
“No creo que los escritores, pintores o cineastas trabajen porque tengan algo concreto que decir: más bien para reflejar lo que sienten”.
(Stanley Kubrick, 4 de Diciembre de 1960, Notes of Film, The Observer).


Continuará...