martes, 25 de marzo de 2014

Si yo tuviera alas: Balada de un hombre común





Por Raoul Duke

La principal sala de cine del Gaumont estaba atestada, de viejos. Yo me encontraba entre ellos por pura casualidad o instinto. Minutos antes del comienzo de la función, una señora mayor que merodeaba afuera me había obsequiado una entrada sobrante sin motivo alguno. Por lo nerviosa que se la veía, deduje que algo malo le había sucedido al dueño de mi ticket. Me quedé observándola unos segundos. Luego le agradecí tímidamente y entré.
Una vez instalado en uno de los asientos de la parte trasera (el resto se encontraban “reservados”, me hicieron entender prontamente mis acompañantes) me dispuse a echar un vistazo a mi alrededor. Todo me parecía espectacular, desde el tamaño monumental de la pantalla hasta los candelabros luminosos gigantes que me observaban con arrogancia. Sin embargo, en un instante, todo ese deslumbramiento quedó hecho añicos. En medio de mi recorrido visual, gire la cabeza hacia mi izquierda -el asiento lindante al pasillo- y lo vi: un hombre de unos setenta años sacaba, de entre una enorme bolsa plástica blanca, un sándwich de milanesa de proporciones épicas que inmediatamente comenzó a devorar con ganas. Acto seguido, otra vez hurgando en la bolsa, extrajo una botella abierta de Michel Torino etiqueta roja, cuyo pico llevó a su boca con total soltura y necesidad. Silenciosamente lo aplaudí -dejando de lado mi sorpresa- y mire para otro lado, ávido de más sorpresas. Bastó un parpadeo para que la frutilla del postre a esa antesala extravagante e inolvidable asomara ante mis ojos. Metido entre la muchedumbre, un presentador elegantemente vestido y de cálida y resonante voz, comenzó a anunciar la película  (con bastón y sombrero entre sus manos) haciendo gala de un histrionismo y fraseo cuasi fellinescos que entonaron el ambiente. Luego las luces se apagaron, como por acto de magia. Estaba listo.
La última producción de los hermanos Coen -Inside Llewyn Davis: Balada de un hombre común- es una película que vale la pena ver, sobre todo a partir del trabajo magistral de su protagonista, Oscar Isaac. El eje narrativo gira en torno a un cantante ficticio de folk de unos veintitantos años que deambula por las calles nevadas de una ya irrecuperable Nueva York de principios de los años sesenta día y noche intentando por un lado convertirse en alguien, y por el otro sobrevivir.

El tipo tiene talento, algo que queda claro en cuanto lo vemos subir por primera vez al escenario del Gaslight Café (tugurio de la zona bohemia de la ciudad en donde un también desconocido Bob Dylan hizo sus primeras presentaciones) para interpretar, de manera hipnótica, una de sus canciones (“Si yo tuviera alas”). Otra cosa que queda clara de movida, es que no tiene un cobre. Duerme en donde puede y no cuenta con mucho más encima que su guitarra. Acostumbrado a los golpes de la vida, y otro tanto al fracaso y la mala fortuna, va contraponiendo la adversidad con cinismo e improperios. Un gato que se escapa junto a él del lugar en el que circunstancialmente había pasado la noche, se convierte a la vez en compañía y símbolo de su soledad.

 

Su hermana mayor (madre y ama de casa) le sugiere, ante el evidente pedido de dinero que Llewyn le hace, volver a la Marina, donde su padre había estado la mayor parte de su vida. Él se niega, objetándole que no quiere simplemente “existir”. Luego de esa tajante desaprobación a la que considera una vida mediocre y abúlica, se desencadenan en seguidilla todo tipo de infortunios que lo ponen contra la pared, otra vez. Ya desahuciado, parte hacia Chicago junto a un joven beatnik de dudosa confianza y un gordo adicto músico de jazz, quien resulta hiriente e insoportable como todo lo que él intenta dejar atrás. Pero no hay caso; la travesía queda trunca a mitad de camino. Así y todo, Llewyn se las arregla para llegar a Chicago, no sin antes pasar frio y hambre. Su intención es intentar el milagro con el magnate de la música Bud Grossman. De ese intercambio clarividente entre ambos nace una de las escenas más lograda de la película.
Lo mejorcito de "Inside..." radica en el relato circular, redundante y por momentos agobiante, mediante el cual se logra espesar la atmósfera de melancolía creada en torno a su protagonista, generando en el espectador un arrastre ante la agonía y el desencanto que experimenta. Pero de esa dudosa empatía también brotan preguntas. ¿No es temerosa la identificación con un ser tan predispuesto a la derrota y la desilusión? ¿Vale la pena? ¿No podría llegar hasta ser contagioso? A falta de certezas prefiero quedarme con mis impresiones, y la impresión que deja en mi Llewyn Davis, es la de un tipo piola, consecuente consigo mismo aunque incapaz de hacer pie en el mundo real. En fin, una especie de misántropo patológico cínico y burlón. Un Chaplin de closet.
Cuando empezaba a sentir que quizá ya había tenido suficiente de las peripecias del señor Davis, la película llegó abruptamente a su fin. Las luces se encendieron y el hombre del vino a mi lado levantó campamento a toda velocidad, ya con la botella vacía. Mientras tanto, el aplauso tibio y artrítico de mis acompañantes se dispersaba tenuemente al compás de la voz de Llewyn Davis que resonaba en toda la sala. Aquella indiferencia, mayúscula aunque apropiada, fue la que me condujo a mi pregunta final. ¿No sería el objetivo de los realizadores simplemente ese: exhibir un hombre invisible, de alas rotas?
 

 

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