miércoles, 9 de julio de 2014

De rotation por Ciudad Emergente


Por Raoul Duke

Once upon a time…

Cuartos repletos, baños inaccesibles, pasillos atiborrados y lugares de comida al borde del colapso. Esa es la imagen con la que me topo un viernes a la tarde en mi visita al gran festival cultural porteño. Por lo que intuyo, el desfasaje se debe a lo limitado de los cupos para ver a Fuerza Bruta, cuyas funciones diarias vespertinas atraen más de lo que la extensión del recinto -un galpón para 1.200 personas- es capaz de tolerar. Yo, por mi parte, decido caminar sin dirección, tarareando no casualmente la melodía de Like a Rolling Stone y buscando algo (otra cosa) que despierte mi interés. Los carteles chorrean por doquier. Stand up, moda, batallas de hip hop, arte callejero; parece un gran supermercado. Mientras prosigo con mi marcha, advierto que ciertas salas, las menos lúdicas, no están tan a tope. Ingreso en una cubierta por postales fotográficas, correspondientes al ciclo anual de recitales gratuitos que el Gobierno de la Ciudad organiza todos los veranos en Parque Roca. Estremece una de Wallas, el líder de Massacre, contorneándose con una elasticidad envidiable para un hombre de tamañas proporciones -¡esa panza!- y descargando un grito vikingo muy bien capturado. En otra, Juanse, al mejor estilo de su otro yo -Pomelo-, es acosado por decenas de manos al retirarse del escenario empapado de rock and roll. La calidad de los detalles en HD de las imágenes fascinan, aunque también dejan evidenciado el curado digital al que se las sometió. De vuelta en el pasillo, me pliego a un grupito de chicas que hacen clic a todo lo que ven y termino en una habitación arropada por pilas semivacías de historietas, nacionales e internacionales, y revistas. Adentro la actividad es una: se “lee”, se guarda y se sale. Para no ser menos, tomo como souvenir una edición vieja de Inrockuptibles y desaparezco en el patio abierto donde la muchedumbre consume o estudia el siguiente movimiento. “Es hora de escuchar un poco de música”, pienso.


Hipsterland

Mi última visita al escenario principal del C.C.Recoleta se había dado en el contexto de otro festival cultural porteño: el de jazz. Machi Rufino (ex bajista de Invisible, Pappo’s Blues, etc.) y su trío cerraban la última noche. Fue un show de alto vuelo, inspirado y conmovedor. Hasta sorprendieron con una versión encantadora de Los libros de la buena memoria del eterno Luis Alberto. Seis meses después estoy parado en el mismo lugar pero ahora los sonidos son un tanto diferentes. No veo instrumentos. Sólo veo cuatro chicos haciendo ruiditos intrascendentes con unas máquinas que se camuflan en el look discotero-andrógino que ostentan desde sus chupines coloridos hasta los peinados (ni raros ni nuevos) made in hipsterland. No tocan, sólo giran perillas u oprimen botones en “La Mac”. Termina lo que fuera que estaban haciendo y huyen del escenario para ya no volver (los sets duran estrictos 30 minutos). Un poquito de rock marciano entretiene a las huestes y sale a la cancha el siguiente equipo; me cuesta notar las diferencias. El público, compuesto en su mayoría por pequeños grupitos de adolescentes curtidos por estos nuevos sonidos, se llama al silencio y escucha meditativamente, o al menos eso parece.


Hallazgo en la Sala Cronopios: Banquete de pordioseros
En estado puro. Así es como se las ve a Sus Majestades Satánicas aquí en Early Stones, un portfolio completísimo con más de doscientas fotografías inéditas de la banda insignia del rock and roll en el periodo 1963-1971, o sea antes de la lengua, los jets privados y Angie. Detrás de la lente estaba Michael Cooper, amigo y colaborador esencial del grupo, quien se quitó la vida en los albores de la década del setenta a sus treinta y seis años. El mito dice que los negativos de las imágenes yacían en un baúl que obsequió a su único hijo antes del final, consciente de lo que valdrían a futuro. Por eso no sorprende que la carta de suicidio -dirigida también a él- sea exhibida en una vitrina tal cual fuera redactada. En ella, Cooper misteriosamente responsabiliza por su decisión a "los tambores que dejaron de sonar”. Dios, qué época, qué vertiginosidad. Muchas conquistas, pero también muchos sueños destrozados. Tan sólo comparemos las miradas frescas, luminosas de Mick o de Keith del ‘63 o el ’64, cuando eran unos retoños poco aventurados, y las del ‘71, con miles de kilómetros andados, cientos de litros ingeridos, y varios muertos en el placard. De hecho, contemplar la serie en su totalidad es adentrarse en una realidad extinta de locura, experimentación y abstracción, sin matices. Pero no todo es visual. Un playlist con lo más emblemático de su repertorio prehistórico sacude fuerte la sala y resuena en todos los costados tonificando así la experiencia, y añadiendo colores a lo percibido. Ahora es Time Is on My Side la que reverbera infatigable con esa letra que sintetiza toda una década. Oh sí, definitivamente el tiempo aún estaba de su lado.


Por aquí
La noche cae apresuradamente y las actividades se van esfumando una a una. No hay más bandas, ni monologistas, ni promotoras repartiendo chiches. Los guardias, ansiosos por deshabitar el lugar lo antes posible, agitan sus manos vivazmente. No obstante, la retirada es perezosa, casi indolente. Una vez fuera, me dejo tentar por los vendedores de comida no orgánica y pido una hamburguesa con papas que como sentado unos metros más adelante, inmiscuido entre las raíces protuberantes de un árbol vetusto. Ya satisfecho, enciendo un cigarrillo  y alzo la vista casi por instinto. Allá, a lo lejos, entre la niebla y la oscuridad, asoma la entrada al cementerio en donde otro festival parece abrir sus puertas.





 
 

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